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El mito de la persecución religiosa


El profesor de Historia Contemporánea de la
Universidad de Castilla-La Mancha Ángel Luis López Villaverde considera falaz hablar de “persecución religiosa republicana”.

No existió un propósito antirreligioso claro y genérico de las autoridades republicanas, pese a la propaganda de la literatura martirial. Lo que hubo entre 1931 y mediados de 1936 fue un choque cultural entre dos modelos identitarios, en pugna por el concepto de ciudadanía, representados, respectivamente, por lo que Rafael Cruz llama “comunidad popular” frente al “pueblo católico”. Se puede admitir la tesis persecutoria en un sentido instrumental, restringida en el tiempo (la guerra civil), en el espacio (unas zonas de la retaguardia republicana más que otras) y en sus promotores (los comités de defensa o de enlace). Es comprensible que quienes sufrieron la ofensiva laicista, no exenta de excesos anticlericales, se consideraran perseguidos desde la proclamación de la República y que la violencia revolucionaria de 1936 viniera a corroborarlo. Pero abordar un tema como éste desde un plano estrictamente académico obliga a hacerlo con herramientas científicas. Como ha demostrado Julio de la Cueva, el caso español no es tan excepcional en cuanto a los repertorios de acción desplegados por los anticlericales o respecto al uso político de la religión en una guerra civil. Sus especificidades están en las abultadas (y concentradas en pocos meses) cifras de víctimas en el caso español; y que, a diferencia de la revolución rusa o mexicana, la violencia en la revolución española no fue responsabilidad del poder estatal, sino de su debilitamiento. Tampoco es menor otra diferencia: mientras unos morían por la cruz, en la otra mitad de España se mataba en su nombre.

Quemar la iglesia formó parte del ritual revolucionario en el verano de 1936. Asesinar al religioso, también. Pero ni la tea incendiaria fue uniforme, ni todos los eclesiásticos sufrieron el mismo acoso criminal. Unas órdenes religiosas fueron más atacadas que otras y, desde luego, los frailes y monjes más que los curas y monjas. Si a ello sumamos que las autoridades republicanas se volcaron en la preservación del patrimonio religioso no destruido por la “ira sagrada”, que abundan ejemplos de alcaldes y concejales que arriesgaron su vida por salvar la de algunos curas y religiosos, difícilmente se puede demostrar un supuesto programa persecutorio.

Si, por otra parte, lo religioso fue un elemento propagandístico central durante la guerra civil y la Iglesia administró la victoria en la guerra como forma de venganza de sufrimientos pasados, convendría usar sustantivos y calificativos adecuados para referirse al fenómeno de la represión contra el clero y las cosas sagradas o los símbolos religiosos en la España republicana. Contamos con un acervo semántico exento de tintes subjetivos (como “violencia anticlerical”, “represión contra el clero”, “clerofobia”, “clericidio” o “iconoclastia”) que no resta un ápice a la magnitud de las atrocidades cometidas contra la Iglesia católica en 1936 y que, a la vez, permite mejorar nuestro conocimiento de un pasado traumático tan expuesto a memorias enfrentadas y a mitificaciones interesadas.